Por Rey Arturo Taveras
En un país donde las palabras deberían ser semillas de verdad, la voz del comunicador Dixon Rojas, ex vocero de la Policía Nacional en La Vega, se ha convertido en un eco incómodo que pretende ser sofocado por la jefatura esa institución.
Su denuncia pública sobre persecuciones y amenazas, atribuida al director de la uniformada, mayor general Ramón Antonio Guzmán Peralta, pinta un cuadro sombrío de cómo el poder, cuando se siente interpelado, puede transformarse en verdugo.
Todo comenzó con un comentario aparentemente sencillo: pedir que se investigue la muerte de cinco hombres en La Barranquita, Santiago.
Ese gesto, tan natural en una democracia madura, ha sido interpretado como afrenta, como si reclamar transparencia fuese un pecado capital.
Desde entonces, Rojas asegura que la maquinaria de la Jefatura de la Policía ha girado en su contra con la furia de un huracán desatado, intentando arrastrar su reputación al fango.
En sus propias palabras, confiesa que “se desató el demonio contra su persona”, y que oficiales han sido enviados para hostigarlo y amenazarlo.
No es menor la acusación: un cuerpo encargado de proteger a los ciudadanos señalado por perseguir a quien osó pedir que se aclare la sangre derramada en Santiago.
Si algo resulta paradójico es que Rojas no habla como un enemigo declarado del orden, sino como un hombre que conoció la institución desde adentro, que renunció hace más de un año y que asegura mantener una “firme y respetuosa actitud sobre esa entidad”.
¿Qué revela entonces esta persecución? Quizás que en la República Dominicana el silencio se cotiza más caro que la verdad, y que el costo de hablar puede ser tan alto como la dignidad de un hombre puesta en juego.
La pregunta que queda flotando en el aire, como nube cargada de tormenta, es si se pretende enviar un mensaje ejemplarizante: “El que hable, será castigado”.
Si así fuera, no estaríamos frente a un hecho aislado, sino ante un síntoma grave de erosión democrática.
Dixon Rojas ha anunciado que convocará una rueda de prensa para explicar la situación y ha solicitado apoyo de los gremios periodísticos y del colegio de abogados.
Su caso es, más que una anécdota personal, una prueba de fuego para la libertad de expresión y para el derecho de cualquier ciudadano a reclamar justicia sin ser perseguido.
En un país que dice honrar la memoria de Duarte, Luperón y los héroes de la palabra y la acción, ¿qué mensaje se envía a la sociedad si deja que un comunicador sea acallado por levantar la voz?
La dignidad de un hombre puede ser vulnerada, pero no destruida. Cada intento de silenciar a un periodista, en realidad, multiplica su eco.