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Rosario Espinal

Era crónica anunciada el triunfo arrollador de Nayib Bukele en las elecciones del pasado domingo 4 de febrero en El Salvador. Según sus propias palabras, es el presidente más votado del mundo con 85% de los votos, y una súper mayoría en la Asamblea Legislativa.

Bukele llegó al poder en el 2019 mediante elecciones por un período de cinco años, en una sociedad inmersa en la violencia delincuencial de bandas juveniles sin mayor horizonte que el crimen para la supervivencia o el enriquecimiento.

El Salvador venía de largos conflictos armados con una devastadora guerra civil en la década de 1980, con gobiernos posteriores inefectivos de derecha e izquierda, y líderes de bandas juveniles deportados de Estados Unidos en busca de oficio delincuencial.

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Al asumir la presidencia, Bukele pudo haber prestado poca atención al problema de la delincuencia y tener probablemente una corta estadía en el poder. Pero no. Decidió enfrentar la delincuencia con una acción enérgica: encarcelar a todas las personas que el Gobierno identificara como delincuente (lo fuera o no).

Así sacó de las calles a miles de jóvenes y los encerró (se estima unos 70 mil presos). Eso tuvo el efecto rápido de bajar significativamente la delincuencia y mucha gente se encantó porque podía vivir sin tanto temor.

Pero Bukele no se limitó a hacerle el favor al pueblo salvadoreño de reducir la delincuencia. Mientras ganaba popularidad con su acción antidelincuencial, aprovechó para declarar un régimen de excepción y concentrar cada vez más poder, ya fuera a través de elecciones o de manipulaciones.

Su partido (no tenía uno fuerte cuando llegó al poder como outsider) es la ciudadanía convocada por él con intervenciones de publicidad política.

Muchos en El Salvador (y en otros países) consideran a Bukele un gran presidente y el nivel de aprobación que le dan sus conciudadanos es el más alto de América Latina por enfrentar con determinación la delincuencia.

El problema es que Bukele se ha entronado en el poder y hará lo que tenga que hacer para mantenerse ahí por mucho tiempo (con su reelección estará hasta el 2029). O sea, no será fácil removerlo cuando la mayoría del pueblo se canse de él porque ha concentrado demasiado poder y ha eliminado los contrapesos.

La democracia latinoamericana es precaria por diversas razones, y una de ellas es la tendencia de muchos presidentes a concentrar poder (el caudillismo) a expensas del fortalecimiento de las instituciones democráticas que están diseñadas para que haya circulación de las élites políticas en el Gobierno y contrapesos.

Bukele es un caudillo que gobernará con el control absoluto de los poderes públicos y probablemente no se someterá en el futuro a un escrutinio con competencia real. En eso tiene compañía en América Latina.

Para lograr su objetivo de eternidad política espera que una buena parte de los salvadoreños recuerden siempre que enfrentó con agallas la delincuencia (de ahí viene su popularidad), y si eso no fuera suficiente, identificará otros temas para imponerse con la misma determinación.

Por Redaccion